Los ‘biohackers’ que rompen los límites del cuerpo humano

Con un escalpelo se realiza una incisión entre el dedo índice y el pulgar del paciente e introduce un pequeño cilindro de vidrio: un chip subcutáneo que le permitirá abrir la puerta de su oficina.

Algunos se implantan artefactos tecnológicos para facilitarse la vida, otros imponen al cuerpo un control exhaustivo con la esperanza de vivir más tiempo y algunos optan por la terapia génica.

Aun son muy pocos en Rusia, pero los foros de internet, las conferencias y las empresas especializadas en el tema se están multiplicando.

Vladislav Zaitsev es un programador de 28 años quien aprendió de forma autodidacta a implantar chips en el cuerpo humano, tras no conseguir terminar la carrera de medicina.

En 2015 captó la atención internacional al implantarse el chip de su tarjeta del metro de Moscú. Para conseguirlo diluyó la tarjeta en acetona para recuperar el chip, que cubrió con silicona, antes de introducirlo en el dorso de una mano. Filmó el procedimiento y lo divulgó en YouTube.

El disco, algo más pequeño que una moneda de cinco céntimos de euro, todavía se ve pero ha dejado de funcionar como tal: Zaitsev lo ha reprogramado con los datos de su tarjeta bancaria. Para divertirse con sus amigos, también se implantó imanes bajo la punta de los dedos.

En otros países se implantan chips para hacer arrancar los automóviles, encender los teléfonos, ordenadores o impresoras, controlar la temperatura y almacenar información médica. Algunos magos profesionales los usan para las actuaciones. Un mecanismo que suscita preocupación por el riesgo de vigilancia y piratería.

Algunos chips han sido aprobados para un uso humano, pero los que utiliza Zaitsev están destinados a los veterinarios. Son fabricados en Taiwán y los compra por internet a un precio de 500 rublos (7 euros, 8 dólares).

En su pequeño apartamento, cobra 2.000 rublos (28 euros, 30 dólares) por el implante de un chip poco más grande que un grano de arroz. Afirma haber efectuado unas cincuenta operaciones. El “cliente típico es un geek”, o sea una persona fascinada por lo último en tecnología, agrega. “La mayoría son hombres de 35 años o menos”.

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